Podría haber sido peor





Tanto me habían insistido Alex y David que al final me habían convencido. Iría a ver el clásico en el Camp Nou: un Barça-Madrid que prometía ser de lo más movidito. Poder estar con ellos en el córner norte me había costado la mitad de mi sueldo, es un decir, pero no importaba, la entrada ya estaba en mi bolsillo todavía calentita. Unas tres horas antes del partido, nos encontramos en el Bar Stadio, para así tener tiempo de picar algo, tomarnos unas cervezas y llegar de los primeros.

Como es habitual en estas ocasiones, las colas en los diferentes accesos rodeaban el campo y avanzaban a la velocidad de un oso perezoso. Nos dirigimos a la puerta veinte, que era la nuestra. El ambiente era desbordante. Pululaban las banderas de los contrincantes y los seguidores lanzaban vítores a sus respectivos equipos. La organización había tenido la precaución de asignar zonas diferentes a las aficiones y así evitar encontronazos.

Nos faltaban pocos metros para llegar a nuestra entrada cuando un guardia de seguridad bloqueó el acceso. Creímos que sería algo momentáneo y breve, pero la cosa se fue alargando. Con el paso de los minutos, Alex se fue poniendo nervioso, hasta que con su habitual talante impaciente y explosivo murmuró entre dientes:

—Tranquilos, que yo averiguo de qué va la cosa y lo arreglo.

Nada de lo que le dijimos David y yo sirvió para calmarlo. En un momento, se abrió paso a codazos, sin importarle las protestas de la gente. Sin dudarlo un instante, se encaró con el “segurata” que bloqueaba el paso para decirle a voz en grito:

—¿Tío, se puede saber qué te pasa? ¡Venga ya! ¡Déjanos entrar de una p… vez, coño!

Ni que decir tiene que lo oímos con toda claridad, a pesar de estar a bastante distancia. A continuación, se oyeron varias sirenas y vimos los flashes de los coches zeta. Las patrullas de antidisturbios nos inundaron en pocos minutos. David y yo cruzamos una mirada de preocupación y nos hicimos a un lado sin saber muy bien qué hacer. Dudábamos si era prudente quedarnos de mirones, pero no queríamos abandonar a Alex allí. Al final, la curiosidad nos dejó clavados donde estábamos.

Busqué con la mirada a Alex a tiempo de ver cómo el vigilante le indicaba que se girara a su derecha. Cuando lo hizo se dio de bruces con un Mosso d’Esquadra que, bajándose la visera del casco, le tendía la mano con la palma hacia arriba, supuse, pidiéndole su documentación.

Lo siguiente fue ver cómo cacheaban a Alex, que se había desinflado, perdiendo en el proceso todos sus aires de chulería. Por fin, lo dejaron ir y le tocó el turno al que estaba justo detrás, un tipo delgado y alto que llevaba una gorra calada hasta las orejas y unas gafas de sol estilo aviador. En este caso no hubo tanta suerte, porque al poco rato lo vimos salir con las manos esposadas a la espalda y escoltado por dos Mossos.

Sonó un suspiro colectivo cuando, al fin, la cola se puso en marcha, en medio de las especulaciones sobre el motivo de la detención que habíamos presenciado. Eso sí, tuvimos la suerte de llegar a nuestros asientos con el tiempo justo de ver el comienzo del partido. Las dudas quedaron despejadas en el periódico del día siguiente con este titular:

“Los Mossos impiden la entrada de un alijo de fentanilo en el Nou Camp.”

Imagen generada con IA


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