El centro de atención

 


Hay algo peor que ser el mayor o el pequeño de una familia, hasta peor que ser hijo único. Y eso es ser el de en medio. Lo sé por experiencia. Yo tengo un hermano mayor y una hermana menor que son los que centran toda la atención de la familia. Porque, ¿quién se acuerda del que está en medio? Yo lo sé: nadie. Y así crecí yo, olvidado por todos. No negaré que esto, a veces, también tiene sus ventajas como cuando le cogí las herramientas a mi padre para desmontar el reloj del comedor; pero, ¿a quién no le gusta que le hagan caso de vez en cuando?

Me pasé la infancia, intentando hacerme notar. Lo probé todo. Primero fui obediente, estudioso, trabajador y hasta dejaba ordenada mi habitación. Nadie se enteró. Todos los elogios eran para Eduardo, que me lleva tres años. Lo que hacía él merecía alabanzas y felicitaciones. Y las gracias..., ¡ay, las gracias! Todo lo que hacía Irene, tres años menor que yo, era divertidísimo. ¡Era tan mona! Ni que decir tiene que yo encontraba al uno presuntuoso y a la otra mimada y llorona. Vaya rollo de hermanos.

Después me volví vago. Dejaba mi ropa en el suelo, no hacía caso a nadie y me pasaba las clases tirando papelitos con tirachinas. Mi blanco favorito eran las niñas. Cuando se giraban a ver quién había sido, yo ya había puesto cara de ángel. No se daban cuenta. Bueno, tengo que confesar que un profe me pilló un par de veces y me expulsó de clase. Pero en casa nadie se percataba. Esto era peor que no existir.

Un día, aprovechando mi invisibilidad, le pispé el despertador a mi padre. El pobre era tan anticuado que todavía tenía un reloj de esos que tienen un timbre horroroso y caminan sobre la mesilla de noche cuando suenan. Una vez más, tomé prestadas sus herramientas y me dediqué a desmontar el cacharro. ¿Qué pasa? Solo quería ver cómo era por dentro. Fue fácil. Lo que no fue tan fácil fue volverlo a montar y, al final, me sobraron un par de piezas que escondí en el cajón de la mesilla. Al día siguiente mi padre se durmió. Fue frustrante que nadie adivinara lo que había pasado.

Así llegué a los dieciséis. Y en lugar de seguir desmontando relojes, me dio por las motos. Siempre quería saber cómo estaban hechas algunas cosas y las motos eran una de ellas. Con mi amigo Alex, que era un poco mayor que yo, pillamos una que parecía abandonada. No pensábamos quedárnosla, no. Solo queríamos ver cómo estaba hecha. Sigo creyendo que alguien nos vio y se chivó. El caso es que acabamos en la comisaría del barrio. Y el capullo de mi padre me dejó pasar allí la noche. No me hizo ninguna gracia. Por fin había conseguido que me hiciera caso, pero claro, me salió caro. No recuerdo ningún otro verano más largo en toda mi vida. Ni vacaciones, ni salidas, ni amigos, ni nada de nada. Y muchos sermones.

Al final, un poco por la vara que me dio el psicólogo que me pusieron y un poco porque las consecuencias me asustaron, algo cambió en mí. Al fin y al cabo no era tan importante no ser el centro de atención de todos. Sobre todo desde que Gema no me quitaba el ojo de encima.


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Imagen de Sarah Richter en Pixabay 

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Comentarios

  1. Buen relato, me salvé porque soy la más pequeña de los tres.

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    1. Me alegro por ti. Yo soy la quinta de siete. ¡Casi nada!
      Muchas gracias, amiga.

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  2. 👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻

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