Muerte de un Presidente

Lo recuerdo con bastante claridad a pesar de la lejanía en el tiempo. Fue el 22 de noviembre de 1963. La televisión detuvo la emisión en mitad del noticiero para lanzar un comunicado que sacudiría al mundo: el Presidente de los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy, acababa de ser asesinado en Dallas.

En ese momento yo era incapaz de comprender el alcance de la noticia. No fue hasta mucho más tarde que supe que se había tratado de un magnicidio lleno de sombras y sospechas que nunca se acabarían de esclarecer. Lo cierto es que, casi de inmediato, fue motivo de elucubraciones y especulaciones infinitas.

Al día siguiente, en el colegio, este hecho se convirtió en el tema de conversación favorito entre mis compañeras. No voy a decir que nos interesara la política, no. Era, más bien, el morbo que entrañaba la muerte de un símbolo: por ser el Presidente más joven que había tenido el estado americano, pero, sobre todo, porque nos parecía guapísimo.

Estábamos en esa etapa de la vida en la que la adolescencia inicia su camino lleno de baches y curvas. La revolución de las hormonas exacerba la imaginación, haciéndola capaz de fantasear sobre las más variopintas situaciones.

Pronto empezaron a correr los rumores en la clase. Susi era la que llevaba la voz cantante. Tenía mucho carisma y hablaba con seguridad, como si dominara la información. Las demás le hacíamos corrillo. Ella fue la que nos dijo en voz baja, en el modo de quien va a revelar una verdad oculta, que el Presidente no había fallecido, sino que, en realidad, estaba en coma y lo mantenían en un lugar secreto. Eso sí, a ninguna de nosotras se nos ocurrió una explicación razonable para que las autoridades americanas hubieran confirmado su muerte.

Este tema nos tuvo entretenidas una temporada y, cuando parecía olvidado, la prensa rosa comenzó a hablar de la creciente amistad entre la viuda Kennedy y el magnate griego Aristóteles Onassis. Nuestro romanticismo, ingenuo e irracional, nos hizo ser incapaces de admitir que Jackie había pasado página y comenzado una nueva relación. Era mucho mejor dar rienda suelta a todo tipo de suposiciones y fabulaciones.

A mí me gustaba creer en la versión romántica de que Jacqueline se había llevado a su esposo a la isla de Skorpios, donde esperaría el momento en el que su amado emergería del coma y podrían volver a ser felices para siempre.

Años después, cuando Jackie se casó con Onassis, preferimos imaginar que era una tapadera que le permitiría quedarse en la isla indefinidamente, sin dar pábulo a las malas lenguas.

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Imagen de Dennis Larsen en Pixabay 

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