Reconciliándose con el pasado
Se lo había prometido en el lecho de muerte. Felipe recorría el pasillo de su casa arriba y abajo, mientras acariciaba la medalla de la Virgen del Carmen que su abuela le regaló el día de su Primera Comunión.
Desde que podía recordar, todos los años, en cuanto las clases finalizaban, sus padres lo llevaban al pueblo con los abuelos, Carmen y Nazario. No volvía a la ciudad hasta que faltaban pocos días para comenzar la escuela. Los atardeceres bajo el único olivo del jardín, escuchando las historias que el abuelo le explicaba, eran sus momentos favoritos. Allí conoció a su inseparable compañero de aventuras, Higinio, que le acompañaba en todas las correrías por el campo y le ayudaba a llenarse los bolsillos de cerezas a escondidas. Allí dio su primer beso con apenas doce años; todavía le parecía ver la sonrisa pícara de María Luisa.
Hasta el año del incendio. Después, la familia había sido incapaz de volver al pueblo. Ni siquiera para ocuparse de lo que quedó de la casa. Sus recuerdos se entremezclaban y, a pesar de los muchos momentos felices vividos, lo sucedido aquel septiembre enturbiaba sus vivencias. Y ahora tenía que volver para depositar las cenizas de su madre en el cementerio donde descansaban los abuelos.
Felipe, que centra su atención en la carretera, apenas se da cuenta de los nubarrones grises que han ido oscureciendo la mañana. Al llegar, deja el coche en la entrada del pueblo. Quiere recorrer a pie los lugares de su niñez. A pesar de que es temprano, la actividad en los pocos campos, que se han librado de la urbanización, ha comenzado. La tierra no entiende de fines de semana.
Busca la casona de piedra rodeada de hayas y siente una punzada en el pecho; el espacio que ocupaba la finca de sus abuelos es ahora una gasolinera y un centro comercial. Camina despacio, sosteniendo la urna con fuerza, como si temiera que se la quitaran. Sus pasos resuenan sobre el empedrado que, menos mal, han mantenido en el centro. Con la cabeza hundida entre los hombros, se diría que arrastra un lastre que le impide avanzar con agilidad. Por mucho que lo intenta no puede conectar este lugar con el de su niñez.
Las únicas imágenes que acuden a su memoria son las llamas que asolaron la casa de sus abuelos y que se los arrebató demasiado pronto. Aunque algunos lo negaron, y nunca se llegó a demostrar, se rumoreaba que el fuego había sido provocado por el eterno rival de Nazario tras una discusión por las lindes de las tierras. Nunca lo sabrá.
Llega a la puerta del camposanto y oye el repicar de las campanas llamando a misa. Felipe siente que le flaquean las rodillas, pero continua su camino. Al llegar ante la tumba donde descansan Carmen y Nazario, ya no puede contener las lágrimas. Deposita la urna con los restos de su madre y, él que no es creyente, susurra una oración. Pierde la noción del tiempo y, cuando vuelve a tomar conciencia de su entorno, su rostro va recuperando la serenidad y, al emprender el regreso, parece haberse liberado del peso que le tenía atenazado.
Aquí mezclas la melancolía por el pueblo, esa especie de paraíso perdido imposible de recuperar, con esa España negra de las luchas por las lindes que tanta desgraciada sigue dejando, por los rencores son atávicos, se instalan en los arboles genealógicos y, en los casos más extremos, desembocan en tragedias del calibre de Puerto Hurraco. En este caso, lejos de tomar el camino de la venganza, el protagonista aprovecha la ocasión para aliviar el peso de su alma y sigue su camino sin mirar atrás. Hay cosas que es mejor no remover...
ResponderEliminarGracias por leer mis textos una vez más. La verdad es que no había pensado en Puerto Hurraco pero lo debía tener en el subconsciente. En cuanto a los paraísos perdidos, nunca los volvemos a encontrar. Lo más normal es llevarte una decepción.
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